> Discursos de odio como recurso retórico del periodismo hegemónico

 


-Por Lic. Alejandro Ippolito-

El discurso de odio, en sí mismo, es un impulso que se agota si no encuentra su sucesión lógica en la acción. Es una voz que depende del eco, un golpe al vacío que malgasta su fuerza si no encuentra una superficie donde justificar su existencia.

El discurso de odio es, primero, un discurso y si atendemos definiciones sobre este término aportadas, por ejemplo, por el lingüista Teun van Dijk, comprenderemos que discurso, en su estado primario y natural, es un “evento comunicativo específico, en general, y una forma escrita u oral de interacción verbal o de uso del lenguaje en particular”.

Lo que importa aquí es la intención de interactuar, para que haya comunicación debe haber alguna respuesta que pueda registrarse como consecuencia de la emisión de una alocución inicial. Esa respuesta brindada por el receptor del mensaje, concreto o potencial, puede ser inmediata o posterior, pero siempre resulta esperable como resultado del acto comunicacional.

El discurso de odio no escapa, no puede ni quiere hacerlo, a esta lógica de funcionamiento. La arenga edificada en valoraciones estigmatizantes, adjetivaciones peyorativas y calificaciones denigrantes sobre una persona o grupo social; de nada servirían si viera agotada su potencia en la propia acción discursiva, sin posibilidad de reacción o respuesta por parte del público objetivo. Imaginemos la escena frecuentemente referida en contenidos cinematográficos  diversos, donde un general enciende su discurso ante los soldados que están por enfrentar una batalla, intenta motivarlos realzando las virtudes de su ejército y señalando las bajezas del enemigo. Recorre el frente de sus filas vociferando sobre la inminente victoria y el acto de justicia que representará la aniquilación del ejército contrario. Imaginemos que terminado ese proceso, que no busca otra cosa que la emoción superlativa de sus soldados, inicia su ataque contra las filas enemigas y a los pocos metros descubre que cabalga en soledad ante la pasiva mirada de sus subordinados. Ni un soldado ha ensayado un avance, todos permanecen quietos en sus lugares sin intenciones de atacar y el general queda atónito frente a la inesperada quietud de su tropa. La batalla no se produce, no hay enfrentamiento, nada sucede.

El discurso de odio, odia también la pasividad de sus destinatarios, no la concibe como posibilidad, se renueva a cada momento, se potencia, alcanza niveles de furia incontenible, de insultos y diatribas, de expectoraciones espumosas que echan mano a recursos retóricos variados que abastezcan la urgente necesidad de una reacción consecuente con el esfuerzo realizado. El discurso de odio no acepta el ‘no’ como respuesta.

Es por esto que observamos la disolución de los límites en las acciones protagonizadas por operadores mediáticos en pos de generar un creciente mal humor social que derive en furia incontenible y deseos de aniquilación y justicia inmediata por fuera de lo institucionalmente establecido.

El perverso sistema de creación y deshumanización del enemigo por parte de operadores mediáticos contempla la reacción mancomunada de asociaciones solidarias con los medios hegemónicos, cuyos representantes son miembros de esos mismos multimedios. De esta manera observamos como la Asociación de Entidades Periodísticas Argentina (ADEPA) fundada en 1962, por ejemplo, ha salido a respaldar a los “colegas” que supuestamente fueron amenazados por el periodista Roberto Navarro en su programa radial de El Destape.

Navarro advirtió sobre las posibles consecuencias por los excesos en los discursos de odio proferidos de manera permanente por periodistas de la señal La Nación+ y otras emisoras y llamó a moderar esas expresiones que podrían, incluso, volverse en contra de los propios emisores.

Esta apreciación desencadenó una exagerada reacción tanto corporativa como jurídica, en consonancia con el mecanismo de autoprotección que mencionábamos  anteriormente. El espejo se posiciona frente a los protagonistas de editoriales y opiniones de odio con formato periodístico y devuelve una imagen angelical y edulcorada, los verdugos se autoperciben víctimas y corren presurosos a buscar consuelo en una justicia consecuente con sus acciones cotidianas.

El que promueve la violencia desde lugares de influencia no se reconoce como violento sino como republicano, no se asume como un desestabilizador social sino como un justiciero que promete la aniquilación del enemigo, que primero se ha ocupado de construir, en pos del bienestar de la sociedad y la patria.

Para falsificar el reflejo de su espejo, aquellos que se suponen puros, democráticos, honorables y republicanos, necesitan del aval de los medios dominantes para apaciguar la conciencia y justificar las acciones más deplorables. Desear la muerte con la maldición espumosa entre los dientes no parece entrar en conflicto para una conciencia piadosa y moralmente impecable. Sin el permiso de los medios, ciertas acciones criminales no serían posibles. Los medios dominantes prometes impunidad y ponderan todo accionar contrario a los sectores populares y sus representantes, onda expansiva de un odio de clase histórico que permanece en el ADN nacional y sueña con prevalecer.


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